Leandro Iribarne 2025-10-18T16:57:00.000ZEl hombre que no se disfraza: Pan con Grasa y la risa como herencia
En esta crónica, Leandro Iribarne nos sumerge en la historia del histórico Pan con Grasa. Desde aquel sketch improvisado en 1977, pasando por la Radio Monte y El Trencito de la Alegría, un legado de un payaso que se volvió un pilar de la comunidad, probando que el humor es la mejor forma de hablar del dolor.

Monte y el tiempo manso
En San Miguel del Monte, las cosas alguna vez tuvieron un tiempo. El tiempo del pan con manteca, del televisor en blanco y negro. El tiempo de reír sin apuro.
Aquel tiempo sigue latiendo en la memoria de quienes, de niños, compartían la merienda frente a la tele: Gabi, Fofo y Miliki, Carlitos Balá y tantos más que desdibujaban las tardes volviendo lo cotidiano un portal. Un caleidoscopio de sueños que, sin saberlo, cocinaba despacio en la cabeza de un chico que un día se miró al espejo del aula y se pintó la cara.
Aquel tiempo sigue latiendo en Martín Arenillas, quien a los 12 años, en 1977, en una fiesta de séptimo grado del Colegio Sagrado Corazón, junto a Gustavo Lastra (hoy médico), improvisó un sketch. El padre de Gustavo les dio un bautismo poético: "Pongámosles nombres autóctonos: Pan con Grasa y Torta Frita."
El llamado a la aventura
“Hoy, hace más de 40 años, soñé con ser payaso... y ustedes hicieron que suceda.”
Ese día nació Pan con Grasa. No lo sabía entonces, pero cruzaba el umbral de su historia. Comenzaba el viaje, el salto a lo desconocido, la primera risa como bautismo.
En 1980, la voz de Martín vibró en Radio Monte —"una radio por cable que instalaban con bafle en tu casa, como Cablevisión"— mientras recitaba precios de azúcar y yerba en plena inflación. Allí, con Norberto Pérez (fundador del teatro Candilejas), creó El Trencito de la Alegría. Cada bloque era un vagón imaginario: poesías de niños, recetas, música que tejía comunidad. "La radio no era nostalgia: era el chisme oral del siglo 21… algunos la usaban como despertador", dice Martín.
Magic 91.7 FM late en la calle Martín Rodríguez, justo donde el pueblo se encuentra con la ruta. Ahí, donde el asfalto vibra con el tránsito, vibra también la voz del pueblo.
La radio en Monte no es nostalgia, es presente. Es donde se celebran cumpleaños, se anuncian nacimientos, se avisa si hay accidentes.
Martín no conduce la radio, la habita.
Leyó el diario para mejorar su dicción. Le dio espacio a las voces del pueblo. Hizo del micrófono una prolongación del escenario. La radio, fundida en las voces del pueblo, fue también su casa.
Las estaciones del trencito
Primero revista, luego programa de radio, más tarde show en vivo.
Incluso cuando los encuentros escaseaban y las relaciones humanas se fragmentaban, Pan con Grasa armaba trenes: de palabras, de canciones, de dibujos. Y la gente se subía.
Como si armaran una infancia colectiva sobre rieles.
En Corsolandia, aquella fiesta donde en los 80 cientos de niños disfrazados desfilaban gracias a mujeres que trabajaban a pulmón, continúa hoy, aunque solo 13 niños participaron con sus disfraces en la última edición.
Los actos, los mitos
En el acto del Espejo, Pan con Grasa se mira y se desafía. Habla con su reflejo, exagera gestos, juega con la percepción. Y el pueblo entiende. Un payaso no es un escondite. Es una ventana.
Juego de distorsión, de desdoblamiento. El payaso que se mira y se encuentra, o se pierde.
El espejo que no refleja, sino que revela.
O la escena absurda de un tren que no es tren, sino colectivo maquillado, repleto de luces y bocinas, que recorre las calles como un carnaval itinerante. Pan con Grasa viajó en esa nave, El Trencito de la Alegría, esta vez era realidad. Y otra vez el niño que fue vuelve a mirar.
El mentor y el aliado
En esta travesía hay un compañero silencioso: Torta Frita. El apodo, puesto casi como broma, se quedó por décadas. En las funciones recientes, Pan con Grasa sabía que su corazón lo dejaría al costado del escenario a causa de un stent reciente.
Pero ante la invitación, este invierno su compañero Torta Frita (Adrián Rojas) dijo que sí.
“Aunque suba con bastón, voy a estar.”
En el escenario, la dupla cómica legendaria, cual veteranos del cine mudo, repite el ritual. El público, en silencio primero, siempre termina en aplausos. Porque saben que están presenciando algo que no se ve todos los días: el eterno retorno de la alegría.
Como el cauce permanente de un río, su alegría fluye de generación en generación, donde la risa brota, humana, como un ritual compartido, memoria viva de lo que nos hace comunidad.
El legado
Hoy, 15 familiares, incluida Bella, su nieta acróbata de 8 años, suben al escenario.
La semilla arrojada hace décadas, el brillo de un niño en la escuela, germina en un bosque de narices rojas.
Los globos que flotan son frutos de un árbol que aún crece. El árbol genealógico convertido en carpa.
Hay un linaje invisible en la risa que se transmite con más fuerza que la sangre. Porque reír juntos es un acto tribal. Casi espiritual.
"Cuando me visto de payaso, no me disfrazo", dice. El traje lo muestra más que lo esconde.
Pan con Grasa es Martín, y Martín se parece mucho a Pan con Grasa. La nariz no lo cubre, lo centra.
Esa filosofía se hizo carne cuando, en 1989, en los parques de Buenos Aires, conoció a Rosana Acuña. Ella no dudó en caracterizarse. Juntos construyeron una dinastía: Mauro, Nicolás, Rocío y Brisa crecieron entre globos y narices postizas.
Martín sonríe todo el tiempo. No responde con evasivas, pero se protege. Su voz está arenada por años de radio. Su relato bien entrenado. Como si la anécdota también fuera maquillaje. Como si el personaje se hubiera pegado a la piel.
No cuenta tristezas. No recuerda días grises. Pero en sus ojos hay un brillo. El brillo de quien sabe que sembró. Que algo de él seguirá ahí. Y que quizá la mejor manera de hablar del dolor fue siempre hacer reír.
Sigue su trencito, ese que nunca se detiene del todo.
"Lo más lindo es divertirse divirtiendo", dice. Parece una frase simple. Pero guarda una revolución.
Sabe que en un mundo de algoritmos y soledades digitales donde ya nadie habla en la mesa, su trencito sigue recorriendo las calles.
En Monte, las carcajadas aún tienen eco. Las de antes, y las de ahora.
El regreso
Hoy Martín mira su reflejo en el monitor de MonteTV. Un último stent lo recuerda como habitante frágil de una contingencia.
Y, sin embargo, esa música resiste.
En esta actualidad de pantallas íntimas y memes efímeros, el humor compartido es un acto subversivo.
Mientras reís sabés que estás sano, estás vivo y te sentís a salvo.
La risa como escudo
Sabemos hoy que reír libera endorfinas y baja el cortisol, nos conecta y sana.
Pero en Monte no hace falta leerlo. Se sabe. Lo vivieron generaciones. La risa es un acto de defensa. De conexión. De resistencia.
La risa se teje como un coro.
Cuando Martín se lanza en una caída simulada, activa un antiguo reflejo. Y el pueblo recupera un fragmento de inocencia. Juego que, como un puente, une las edades.
Reír es hablar el idioma primero de la especie.
El pacto más antiguo de la humanidad.
Pan con Grasa hizo de la comedia una memoria de la risa que es como un río que no cesa.
Su humor no fue nunca cruel ni hiriente.
El tiempo hoy, fragmentado y encriptado en nichos, se pierde entre pantallas, y Martín reivindica el acto colectivo de reír con otros. Reír sin herir. Juntos. A plena luz del día.
Quizás la infancia no sea un lugar, sino un tono. Y quizás haya que buscarla en una esquina de pueblo, donde un hombre se pinta la cara, se pone la nariz y, sin disfrazarse, nos recuerda que estamos vivos.