Leandro Iribarne 2025-08-27T10:11:00.000Z

El legado de Laurita: una historia de gestión y cercanía en la voz de su hija

Leandro Iribarne reconstruye la memoria de Laura Giagnacovo a través de la voz de su hija, en un relato donde se entrelazan recuerdos familiares, escenas de gestión y la huella que dejó la primera mujer en conducir el municipio. Un viaje entre la nostalgia y la vigencia de un legado que todavía resuena en la vida cotidiana de Monte.

El legado de Laurita: una historia de gestión y cercanía en la voz de su hija

Un domingo de campaña en Monte. La esquina de Petrachi y la calle que alguna vez fue Mitre —hoy lleva el nombre de Laura María Giagnacovo— se abre frente al municipio y sostiene la memoria. Ahí, los bustos de Eva Perón y de Laura Giagnacovo parecen mirarse en silencio, como si compartieran todavía el destino de morir jóvenes, en plena gestión, cuando la vida tenía otro tiempo por delante.

En ese lugar converso con su hija, Laura Gallardo Giagnacovo. El parecido físico es evidente, pero lo que más impresiona es su manera de hablar: sonriente y dispuesta, con una naturalidad que parece ensayada por los años y, sin embargo, sale fluida, accesible. Me sorprende lo poco que duda. Relata casi sin pliegues, como si la memoria le llegara envuelta.

Cuando me acuerdo de mamá, la recuerdo como una persona comprometida y trabajadora, siempre dispuesta para la comunidad. Ella amaba lo que era Monte.”

No hay un orden. El recuerdo llega como la memoria misma: fragmentario, interrumpido, desparejo. La intendenta que con polleras y botas golpeaba las puertas de los ministerios, exigiendo ser atendida porque “a mí me eligió el pueblo de Monte”. La madre que en casa parecía una mujer común, hasta que sonaba la puerta y volvía a ser la jefa comunal las veinticuatro horas. La profesora que, antes de la intendencia, llevaba a los alumnos a conocer la historia de Rosas.

El pueblo de hace treinta años: calles de tierra, la laguna que empezaba a recibir visitantes, las calles recién inauguradas. Las primeras luces, se decía, apenas iluminaban. Pero el entramado eléctrico que se tendió en esos años no solo alumbraron las calles, sino que transformaron la vida del pueblo.

En los barrios, los programas culturales y deportivos, las salitas de atención que no obligaban a nadie a ir al centro. En 2001, la inauguración del Museo Municipal, gesto de rescate de la historia local. También la ordenanza que creó el Registro de Patrimonio.

Hay escenas que suenan a parábola. La persona intendenta que frena el auto en la laguna y obliga a un grupo a apagar el fuego bajo las raíces de los árboles. “No me voy hasta que no lo apaguen”, decía. En tiempos donde la palabra “ecología” no se escuchaba, ya estaba ese gesto de cuidado.

Monte no aparece en su relato como un mapa administrativo, sino como un tejido vivo: casas donde todavía se conservan fotos familiares con la intendenta, jardines que ofrecieron flores humildes el día de su muerte.

Eso me llegó más que cualquier corona —dice Laura—, la gente con sus flores, con amor.”

Me detengo en esa frase. Pienso que quizás esos gestos pueden resumir una vida: la forma en que se presenta la gente, lo que llevan en las manos, lo que se animan a dejar.

La devolución más íntima a una mujer que no se escondía detrás de escritorios, que entraba a las casas, que se sentaba a tomar mate en la cocina de un vecino.

El espejo inevitable aparece cada tanto: la hija que lleva el mismo nombre, que se le parece, que camina el mismo camino, una metáfora silenciosa de Monte.

Aunque me digan que siendo el veinte por ciento de lo que fue Laurita alcanza, yo me levanto y doy el cien”, dice, como si respondiera de antemano a quienes la comparan. No reniega de la herencia, la asume. Tal vez las contradicciones internas existan, pero en campaña no se confiesan. Lo que se muestra es convicción y entrega.

El relato tiene poco de grietas y mucho de consenso. Quizás porque el pueblo entonces era más chico y la política todavía se jugaba en el cara a cara.

Yo era amiga de chicas radicales y peronistas. Festejábamos los cierres de campaña de un lado y del otro. Era normal.”

Hoy esa normalidad parece imposible. En tiempos de redes sociales, donde la palabra se gasta rápido y no se paga con el cuerpo, cuesta imaginar discusiones compartidas en un mismo grupo de amigas. Tal vez la nostalgia no sea por los nombres propios, sino por el modo en que se ejercía la cercanía.

En casa era como cualquier mamá, pero también estaba siempre disponible para todos. No había horarios”, recuerda. Hoy, en cambio, las palabras se disparan en las redes, gratuitas, sin el peso de la responsabilidad que encarne lo dicho.

Monte queda pintado en estas escenas como escenario y personaje: la laguna, las calles iluminadas, los barrios, las plazas. Un lugar donde todavía resuena el eco de aquella intendenta que fue la primera mujer en conducir el municipio y que dejó una huella de gestión y cercanía difícil de discutir.

La charla termina con una cita que parece un legado

Salgan a la calle, hablen con la gente y díganle lo que codo a codo vamos a hacer juntos por San Miguel del Monte.”

En esa frase, en esa calle y en esos bustos, conviven las dos Lauras. La madre que gobernó y la hija que la recuerda. El resto lo completa el lector, como quien camina por el pueblo y encuentra que la memoria también ilumina las noches.

Eva y Laurita. Dos figuras detenidas en bronce, pero todavía presentes en la memoria viva de los vecinos. El pueblo se cuenta a sí mismo en esas escenas.

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