Leandro Iribarne 2025-12-21T16:53:00.000ZUn éxito silencioso
Leandro Iribarne recorre la historia de Silvia Brenna, vacunadora desde hace más de dos décadas en Monte. Una crónica sobre las mudanzas constantes del vacunatorio, los miedos que crecen cuando las enfermedades desaparecen, y el triunfo invisible de lo que funciona tan bien que dejamos de verlo.

Un éxito Silencioso.
Crónica de mudanzas, memoria y peligros que el miedo olvida.
Durante años, el vacunatorio de Monte no tuvo lugar propio. Iba y venía. Pasaba por una sala, por otra, por un rincón prestado del hospital. Un peregrinaje administrativo.
Silvia Brena lo recuerda con ternura, pero también con el cansancio de embalar una y otra vez la memoria frágil de los inmunizados.
"Yo era nómada", dice. "En veinte años tuve millones de mudanzas. Y en las mudanzas se pierden cosas".
Se pierden papeles, libretas, datos. Se pierde continuidad.
En salud, perder continuidad es perder tiempo. Y a veces algo más.
El orden como gesto político
El quiebre llegó cuando Nicolás Jurao asumió la dirección del hospital.
Su gestión trajo una respuesta simple a una demanda antigua: un lugar fijo. Sin grandes anuncios, la solución fue tan material como las paredes del nuevo vacunatorio.
"Lo primero que le pedí fue eso: un espacio para vacunar, que no me muevan más".
Un vacunatorio con salida a la calle. Visible. Estable.
Antes de ser vacunadora, Silvia limpiaba la salita del barrio Unidad. Ahí, mientras cumplía con su tarea, nació su vocación.
Cada semana miraba a Mari Montenegro que llegaba a aplicar vacunas. No podía contener su fascinación.
"Yo le decía, cómo me gusta vacunar, cómo me gusta", recuerda.
Aunque aún no era enfermera, ese deseo persistió. Hasta que alguien le tendió un libro y una oportunidad: "Toma, lee y cuando estés lista, avísame que yo te tomo y te vas a La Plata a rendir".
Ese fue el primer paso de un camino que empezó entre el ritual de la limpieza y frascos, guiado por puro entusiasmo.
El éxito que se vuelve invisible
"Antes manejábamos siete vacunas; hoy son más de veinte y si bien se digitalizó... es mucho más el trabajo", me cuenta Silvia.
Ella misma relata el cambio: "Todo lo que está aplicado figura en un sistema que se llama Ciprés... Si vos te das la vacuna, nosotras la cargamos... vos perdiste la libreta, dentro de cinco años venís con el documento y sale".
Habla sin exagerar. Señala una paradoja incómoda: la de las vacunas como presas de su propio éxito.
Cuando algo funciona demasiado bien, deja de notarse.
Hace doscientos años, las familias tenían diez, quince hijos. A los seis o diez años, llegaban dos o tres.
La mortalidad infantil bajó gracias a las vacunas, al agua potable, a cosas básicas.
Esa misma idea la conversamos con Ignacio Girolimini, médico y actual director médico asociado del Hospital Zenón Videla Dorna, mientras espera para aplicarse la dosis contra el dengue.
Ya nadie ve morir a un chico de sarampión. Ya nadie teme a la polio.
Entonces el riesgo se vuelve abstracto. Y lo abstracto se diluye ante lo inmediato.
Del cuerpo a las teorías. Genealogía de la duda.
El rechazo quizás no empieza como ideología.
A veces puede ser corporal o instintivo.
"Lo primero que hacen es pincharte... claro, prefiero que no me pinchen", dice Silvia.
Es una molestia breve, con beneficios a largo plazo. Pero los beneficios no se ven, porque justamente evitan algo que puede que nunca llegue a pasar.
Es una apuesta extraña: aceptar un malestar cierto y presente para esquivar un peligro probable pero futuro.
El riesgo, porque es invisible, parece menos real.
Como comer mal, como no moverse, como postergar.
El miedo al pinchazo suele ser el primer ladrillo. Después vienen las razones.
Videos, lecturas, comentarios, teorías. La arquitectura de la excusa.
Se exige un conocimiento exhaustivo del contenido —como si para subir a un avión hubiera que dominar la aerodinámica— o se desconfía de un sistema que, efectivamente, también es un negocio. Como lo es la farmacia que vende un antibiótico o la aerolínea que nos traslada.
Aparece una especie de terraplanismo sanitario: yo no veo la enfermedad, luego no existe. La tierra se siente plana, luego lo es.
La pandemia fue un paréntesis que materializó la amenaza. El peligro dejó de ser una idea lejana para convertirse en un hecho concreto. Con nombre, ritmo de contagio y una cara visible cada día en las noticias.
El miedo al virus era mayor y más inmediato que el miedo a la aguja.
Pero cuando la urgencia se disipa, vuelve a ganar la comodidad de lo conocido.
Se pospone. Ya voy, sí, ya me vacuno.
Hasta que la tos convulsa o el sarampión —que no avisan— empiezan a circular. Y cuando se los reconoce, ya es tarde.
El resto son palabras que visten de duda un impulso viejo y humano: evitar un mal trago.
El Covid no inventó la desconfianza, pero la amplificó.
"Alguien se infarta y enseguida los comentarios son: 'fue la vacuna'" remarca Silvia.
Las redes hicieron lo suyo: casualidades mágicas, certezas instantáneas, explicaciones universales.
La experiencia personal pasó a valer más que cualquier estadística.
Y el Estado —lento, burocrático, escrito— quedó siempre un paso atrás del rumor.
El día que quisieron robar las vacunas
Durante la pandemia, Silvia terminó vacunando en el Centro de Día de Pehuén al personal sanitario.
Jornadas larguísimas. Turnos ajustados. El miedo que circulaba.
"A la noche entraron al Pehuén... Quisieron forzar la entrada, nadie vio nada, fueron a buscar las vacunas de COVID, y estaban acá en el hospital."
Silvia se ríe al contarlo, pero la escena habla de muchas cosas. La vacuna como tesoro, y a la vez como objeto cargado de miedo y deseo.
En ese momento solo se vacunaba al personal de salud. Afuera, la fantasía crecía más rápido que la información.
Lo que no está escrito no existe
En el vacunatorio, hay una frase que se repite.
"No es que no te crea, pero lo que no está escrito, no está hecho".
Se le informa a una tía preocupada por el calendario de vacunas de su sobrino. Vinieron del norte y sin papeles.
Familias que llegan sin libretas. Chicos que vienen de otra provincia. Historias rotas.
Entonces hay que empezar de nuevo. Reconstruir esquema por esquema.
"Tenemos muchos casos así", cuenta Silvia. "Y también casos antivacunas. Bebés de tres meses sin ninguna dosis".
El presente: dengue, gripe y una escena cotidiana
Mientras Silvia sigue su relato, la realidad actual se hace presente en el vacunatorio.
Yo espero mi segunda dosis contra el dengue.
Me anoté por un sistema provincial. Me llamaron. Es gratis. No hace falta orden médica.
Después de la epidemia de dengue más grande de la región, la Provincia compró vacunas cuando la Nación no lo hizo.
Hoy la vacunación está disponible para personas de 15 a 59 años, hayan tenido o no la enfermedad.
Al mismo tiempo, en el hemisferio norte se registra un brote de influenza A. En Europa el virus circula antes de lo esperado. Chile ya confirmó el primer caso.
En Argentina el sistema está en alerta ante los primeros contagiados.
La vacuna antigripal sigue siendo la principal herramienta de prevención, para quienes más lo necesitan.
Lo que queda
Este trabajo callado sigue siendo la primera y última línea de defensa contra el olvido.
Su legado es la normalidad.
Silvia guarda un frasco. Termina de aplicar una vacuna. Un gesto rápido, profesional.
En ese instante, se condensa la memoria de las mudanzas, la persistencia de un oficio que construye, con cada paciente, una red de protección hecha de datos cargados y vacunas.
Un tejido que se porta como comunidad. Un triunfo silencioso disfrazado de rutina. Y en esa simpleza reside su fuerza.
Su éxito se mide por lo que evita: la tos convulsa que no estalla, la epidemia que no llega, el niño que evita ir al hospital.
La prueba de que a veces, lo más heroico es simplemente estar ahí, repitiendo un trámite, haciendo que lo esencial no falte.
Es un pacto discreto, el de cuidarse para cuidar a otros. A los que no pueden elegir. A los que aún no llegaron. A los invisibles.